domingo, 25 de marzo de 2012

El día que mi iPhone estuvo a punto de acabar con la vida de cien personas

El verano pasado fui a visitar a un amigo que vive en el extranjero. Fue un viaje memorable, y el día de mi retorno estaba ansioso por contarle mis experiencias a mis amigos y familiares. Fui al aeropuerto y me subí a un avión. Como es habitual, cuando estábamos a punto de despegar se solicitó a los pasajeros que desconectasen sus dispositivos móviles. Obediente, saqué mi teléfono de mi bolsillo para atender las demandas de la tripulación pero, cuando intenté apagarlo, no lo conseguí. El botón de bloqueo del iPhone, que resulta ser, además, el único medio para apagarlo, había fenecido en silencio.





Me hallaba, pues, en posesión de una bomba de relojería en un avión cuyos pilotos estaban a punto de comenzar, ignorantes, el procedimiento de despegue basándose en información incorrecta. Empecé a sentirme inquieto. Me di cuenta (o, al menos, es lo que en ese momento me parecía lo más probable) de que si le comunicaba mi percance a los miembros de la tripulación, se lo dirían a los pilotos, que furibundos acabarían haciendo que me metiesen en la cárcel por introducir un aparato tan peligroso en un avión. Mi inquietud se convirtió en panico, pero en un acto de valentía sin precedentes saqué una llave de mi bolsillo y, sin pensarlo dos veces, la hundí en el botón con todas mis fuerzas hasta que conseguí extraer de él un último hálito de vida, apagando así el endemoniado teléfono. Íbamos a vivir todos.

A pesar de haber pasado por esta espantosa experiencia, conservo mi iPhone. Ahora no se puede bloquear, por supuesto, y eso tiene consecuencias. Mi teléfono ha adquirido el hábito, por ejemplo, de hacer llamadas por sí solo más a menudo (ya lo hacía antes de que se estropeara el botón de bloqueo, pero no con la misma frecuencia). A veces, eso puede resultar desastroso. Hace un par de semanas, salí a celebrar algo con un amigo (no recuerdo qué, exactamente). De algún modo, eran de repente las cinco de la mañana y meneábamos el esqueleto en un antro de nuestro barrio. Por algún motivo, manipulé mi teléfono y lo guardé en mi bolsillo. Entonces, noté que vibraba, y me sorprendió ver que me estaba llamando mi madre. Comprendí que contestar para regalarle el oído a mi progenitora con una mezcla de música exageradamente alta y un intento de disimular mis balbuceos no era muy adecuado, así que decidí colgar y escribirle un mensaje para comprobar si ocurría algo. Mientras escribía las palabras "¿Qué pasa?" (me llevó un rato) recibí un mensaje que decía: "¿Qué pasa?". Lo vi entonces todo con claridad. Mi móvil me había gastado una de sus divertidas coñas. Respondí el mensaje de mi madre diciéndole que mi amado iPhone la había llamado por cuenta propia. Lo entendió, ya que ella también tiene un iPhone y conoce perfectamente las costumbres de estas criaturas.

Al día siguiente, mi madre me contó que se había puesto histérica al ver que la llamaba a las cinco de la mañana, y que había tardado diez minutos en responder a su mensaje.

Quizás debería decir que mi iPhone estuvo a punto de acabar con la vida de ciento una personas. Mi madre podría haber sufrido un ataque al corazón durante esos diez minutos.

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